La definición más precisa es
la de orden legal: una falsificación es una obra de arte ejecutada con la
intención de inducir a error, de hacerla pasar como creación de una mano
diferente.
Una copia no tiene por qué ser una falsificación, así como tampoco una
pintura u objeto ejecutados en un estilo ajeno.
Lo importante es la intención.
Una atribución falsa tampoco es una falsificación.
Las colecciones privadas y
los museos están plagados de obras a las que no puede adjudicarse un origen
definitivo. ¿Cómo podemos distinguir entre una falsificación y el objeto
auténtico?
La mirada del experto, sensible a las características peculiares del
estilo de un artista, raras veces se deja engañar, y en caso de duda, se puede
recurrir a la ciencia y a la documentación.
La ciencia puede calcular la
antigüedad de una pintura, de la tela, de la madera o del metal; los rayos X
pueden revelar lo que hay por detrás de la superficie.
En algunos casos, los
documentos pueden proporcionar una cadena de conexiones que nos remontan al
pasado, en ocasiones, hasta llegar al propio artista.
Los objetos genuinos, a
diferencia de las imitaciones, siempre tienen historia. Las falsificaciones son
tan antiguas como el arte.
En la antigua Roma circulaban cuencos de plata
«egipcios» fabricados por fenicios dispuestos a explotar una moda.
Se hicieron
falsificaciones de obras de algunos maestros italianos del Renacimiento cuando
todavía vivían sus autores.
Las víctimas de los falsificadores son la mayoría
de las veces personas demasiado orgullosas para consultar a un experto o
demasiado tontos para comprar un cuadro a un marchante de reputación.
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